viernes, 30 de septiembre de 2016

A veces nos abandonan

A veces nos abandonan, otras somos nosotros quienes abandonamos, y a menudo nadie sabe exactamente lo que ha pasado. En las relaciones nos sorprenden los accidentes, como en la carretera, y de pronto un choque inesperado nos separa. No se suele ver venir, aunque a posteriori siempre parece que existían muchas pistas. Es un misterio en qué medida te estabas engañando o era realmente imprevisible, lo cierto es que a la lógica tristeza por la pérdida se le une la angustia de comprobar nuestra falta de control.


Todos tenemos una larga ristra de agravios, y suele aparecer al completo cuando vuelven a hacernos daño. Todos nos hemos sentido abandonados o traicionados alguna vez, y le hemos dado mil vueltas a los motivos que han podido causarlo. Los menos culposos lo achacan a la envidia, los celos o la debilidad ajena; los más a haberse dejado engañar o haber provocado algo intolerable. Frecuentemente nos debatimos entre ambas posturas, al fin y al cabo pocas personas se consideran perfectas y a la mayoría nos han dejado muy claro cuáles son nuestros defectos.


Cuando una relación se rompe te las ves con “tus culpas”, esas que desearías no fueran tuyas pero han solido otorgarte. Es bonito pensar que podríamos habérnoslas ahorrado de haber tenido más suerte o mayor voluntad, pero la “sombra” es consustancial a nuestra condición humana: ¿De qué manera puede una persona arrancar de su corazón la frustración y la ira? Todos somos agresivos aunque no seamos necesariamente violentos, y este aspecto de nuestra humanidad es el que más trabajo da desde el principio. Educar es en gran medida canalizar la natural agresividad que nace en el niño cuando se frustra, esto no significa que vaya a quedar neutralizada para siempre, más bien implica que esa persona podrá intentar manejarse con ella cuando aparezca a lo largo de su vida, porque no hay vida sin decepciones. Deseamos mucho más de lo que conseguimos, y esto es una fuente inagotable de dolor.

Las personas que no se consideran agresivas deberían darnos miedo, no se conocen íntimamente y van a tender a eludir la responsabilidad de sus acciones. El silencio puede ser tan violento como cualquier grito, y no perdonar a alguien el castigo más cruel. Creemos que la agresividad es de los fuertes, los “grandes”, pero la persona más apocada puede ser la más destructiva, o el “débil”… La mayor agresividad es la de aquellos que aseguran no haber encontrado suficiente bondad a lo largo de su vida, la de los que sólo pueden quejarse, de hecho la queja es una de las manifestaciones más frecuentes (por permitidas) de la violencia. 

El debate sobre si hay que ser más o menos agresivo es estéril, puesto que todos lo somos, cada uno a nuestra manera. La cuestión es el uso que hacemos de ello y la manera en la que nos encargamos de las consecuencias indeseables. Generamos residuos emocionales como los generamos materiales, siempre dejamos una huella. Hay personas que creen que pueden encontrar la manera de ser neutrales, de no generar perturbación o influencia, de entrar y salir de la vida de los demás sin mayores consecuencias. Se engañan, el impacto es insoslayable, más vale que lo calculemos y que asumamos las consecuencias de nuestros errores.

Qué difícil es a veces entenderse, sobre todo en esos momentos en los que la herida abierta parece transformar al otro en mi enemigo. Las personas que han pasado por nuestra vida y nos han hecho daño han dejado sus rostros en nuestra memoria y estos, al modo de máscaras, se superponen en los momentos más inesperados al rostro de la persona en la que hasta entonces confiábamos. Suele ser recíproco, en la medida en la que el desencuentro abre una brecha, cada uno de los participantes se ve abocado a su particular “baile de máscaras”.

El otro es siempre inaprensible y misterioso, no sólo por las proyecciones a las que inevitablemente le sometemos, sino porque somos tan complejos como caóticos. Nos gusta considerarnos previsibles y congruentes, pero si revisamos honestamente nuestra vida reconoceremos que nos hemos llevado más de una sorpresa. Y es que sobre todo somos inconscientes, por ello nuestra voluntad se parece más a una lancha surcando un río desconocido que a un hierro bien anclado. Ser es navegar, aceptar nuestra falta de control y paradójicamente no soltar el timón, seguir intentándolo. Dirigirse es encauzar el caos, minimizar los daños y lamentar los golpes lo justo para poder reparar los daños y seguir la travesía.

La vida se ha comparado siempre a un viaje, una aventura sin destino. Es algo que sólo se puede hacer acompañado, por eso cuando alguien desaparece nos causa tanto dolor. Debemos procurar no perdernos los unos a los otros, pero también debemos aceptar que nuestros rumbos se separen, que nuestras relaciones naufraguen, y no desviarnos ni hundirnos con ellas.  Siempre hay alguien más esperando, y tenemos mucho que compartir si superamos nuestros rencores y volvemos a reunir el valor suficiente para volver a otorgar nuestra confianza.