domingo, 27 de noviembre de 2016

El problema de la libertad: Determinismo vs. Fuerza de Voluntad

Stephen A. Mitchell, psicoanalista relacional, en su libro “Conceptos relacionales en psicoanálisis” (1988) trata el tema de la voluntad y de los distintos abordajes que se le ha dado a esta. Destaca que hay dos perspectivas a la hora de abordar el estudio de la mente humana: la primera de ellas considera que la mente es un producto de los acontecimientos que ha vivido la persona, sus propias capacidades innatas y las influencias externas; y la segunda en cambio considera que la mente es algo elegido, algo que la persona construye con sus compromisos y sus creencias, pudiendo ser estos conscientes o no.



Mitchell nos recuerda cómo Freud demostró que el pensamiento consciente es solo la punta del iceberg, sobre nosotros mismos hay mucho de lo que no sabemos ni sabremos nunca. Para Freud nuestra sensación de control es una ilusión, elegimos lo que elegimos movidos por motivaciones inconscientes, y es a posteriori que racionalizamos esa elección atribuyendo causas que no son las verdaderas. En la época victoriana en la que vivía Freud la fuerza de voluntad lo era todo y él con sus teorías consiguió que se tambaleara la hipocresía y la arrogancia que caracterizaban su medio.

El psicoanálisis siempre ha tenido como meta aumentar la libertad del individuo haciendo que sea más consciente de por qué decide lo que decide. Para lograrlo es definitiva la actitud del paciente a la hora de enfrentarse a sus zonas oscuras, puede resistirse o colaborar valientemente, puede aferrarse a sus creencias o renunciar a ellas y evolucionar.

Mitchell también nos habla de cómo las escuelas de filosofía y psicología existenciales fueron muy criticas con el psicoanálisis. Le acusaban de dar una idea del ser humano mecanizada, víctima de fuerzas incontrolables (por inconscientes). Sartre, máximo exponente del existencialismo, consideraba que el “ser” no tenía una esencia sino que era puramente un proceso, “ser” era para él un fenómeno temporal, es la conciencia que se crea constantemente a sí misma. Las ideas que tenemos sobre cómo somos son fantasías, la mente está por lo tanto vacía, no somos nada, vamos siendo según los actos que elegimos llevar a cabo. Consideraba que “ser” es un acto solitario y llevado a cabo en la más absoluta de las libertades, y por lo tanto exclusivamente responsabilidad de cada uno. Sartre señala que esta soledad y esta responsabilidad nos horrorizan, y por lo tanto nos excusamos en nuestras supuestas formas de ser o patologías, para negar nuestra radical libertad. Eric Fromm, perteneciente al psicoanálisis existencialista, estaba de acuerdo con esto y así lo plasmó en su popular libro “Miedo a la libertad”. Para Fromm lo fundamental en el proceso analítico es que la persona se haga consciente de cómo con sus elecciones se construye a sí misma.


Sartre pasó su juventud en la resistencia francesa contra la ocupación nazi, tuvo pues que tomar decisiones arriesgadas y comprometidas, su vida, como la de tantos otros, estuvo marcada por la guerra, convirtiéndola en algo dramático y heroico. Pero no todas las vidas son así, y aunque él no lo tuvo en cuenta, sí estamos enormemente influidos por nuestro inconsciente y por el medio que nos rodea. Porque cuando uno elige, elige en base a algo, entendiendo las cosas de una manera determinada, y ese propio entendimiento viene marcado por los referentes que se han incorporado a lo largo de la vida. Aunque cierto es que el ser humano no incorpora sin más los modelos que le rodean, los metaboliza, es decir, hay un proceso interno que genera un producto que no es la fotocopia exacta del modelo.


Freud se dio cuenta de algo fundamental, de lo poco que nos conocemos, y esto resulto revolucionario en su época. Él puso el dedo en la llaga, al igual que lo puso Copérnico cuando descubrió que no es el sol el que gira alrededor de la tierra, o lo hizo Darwin, descubriendo, por mucho que a algunos aun les pese, que somos producto de la evolución y familiares directos de los primates. Hay una elemental lección de humildad que a todos nos cuesta mucho, y es reconocer lo poco que sabemos, incluso de nosotros mismos. De hecho, gran parte de la propia personalidad es más evidente para los demás que para uno mismo.

Nuestra mente es compleja y misteriosa, cuando sostenemos algo (una idea, una elección) lo podemos sostener con pasión pero no deberíamos creernos nunca objetivos ni "en posesión de la verdad". No podemos presumir mucho de nada, nuestras motivaciones siempre pueden ser la máscara de otras más profundas, y más humanas. Esto nos hermana y hace que ninguno pueda tirar puritanas piedras al vecino. Esto también debería abrir nuestros ojos y nuestros oídos, a lo que los demás puedan aportarnos y a nuestro propio interior, un universo imprevisible y creativo, que nos obliga a desdecirnos, enderezar rumbos, abandonar cosas y abrazar otras nuevas. Si conseguimos tener más curiosidad que miedo, y más gusto por las preguntas que por las respuestas, podremos reclamar que nuestros

líderes sean mejores, algo muy distinto a los personajes dogmáticos que tanta "seguridad" prometen y a tantas guerras nos han llevado. Y sobre todo, no dejaremos que nadie nos diga cómo debemos vivir.