domingo, 30 de octubre de 2016

De todo corazón


Se dice que a los amigos se les elige, a la familia no. Yo no tengo muy claro haber elegido a mis amigos, ni que estos me hayan elegido a mí, sí siento sin embargo que por azar o destino nos hemos encontrado, y que por motivos más o menos felices nos hemos buscado y nos hemos hecho necesarios. Sinceramente creo que hay un momento en la vida en el que uno debería sentir que tiene varios “hermanos”, que son esos amigos en los que se piensa a menudo, a los que uno desea cuidar, para los que se cocina y se festeja, y a quienes se llora cuando hay que llorar. Mis amigos no siempre me han gustado, he sentido hacia ellos lo que creo que casi todos hemos sentido alguna vez hacia nuestra familia. Tengo la impresión de que uno no siempre elige de quien depende. Los psicólogos procuramos ayudar a las personas a ser libres e inteligentes para que escojan sus mejores opciones, y en cierta medida esto es posible y absolutamente necesario, pero no nos pasemos; al igual que yo no puedo convertirme en cualquier persona, yo no puedo disfrutar de cualquier relación.


Los seres humanos tenemos una enorme fantasía, gracias a ella hemos construido grandes cosas y viajamos, ¡incluso a través del espacio! Es maravilloso. Gracias a ella podemos imaginar un mundo mejor y realmente creo que si le echamos coraje podemos conseguirlo. Pero tener imaginación es también bastante incómodo, estamos siempre deseando algo que no tenemos y suponiendo que las cosas deberían ser mejores. Tengo un hijo de 5 años que es el vivo ejemplo de lo que os cuento, ha entrado en una fase en la que no puede evitar desear constantemente algo, las ideas no paran de cruzar su cabeza, como os podéis imaginar quiere: juguetes, chuches, excursiones, ver a este o aquel, que me hubiera dado cuenta de esto o aquello, haber hecho esto o lo de más allá, casi todo lo nuevo… ¡y hasta casas!, como os podéis imaginar vive en una frustración perpetua, de no ser así tendría que aprovechar estas líneas para pedir limosna. ¿Y es que alguna vez cesa esa frustración? En realidad no, pero con suerte se vuelve una punzada que no te distrae del camino, formado por todos esos deseos amados y realizables, y no se apaga tu ilusión.

Cuántas veces nos hemos decepcionado con nuestros amigos, y de tantas otras cosas, un gran psicoanalista y pediatra, Winnicott, decía que el amor es sobrevivir a esa decepción, esa rabia, esa frustración… Pienso en los amigos a los que he “odiado” y he seguido queriendo, que me han “abandonado” y han vuelto a mí. Supongo que para ellos la experiencia ha sido la misma pero a la inversa, nuestros amigos funcionan como un espejo, y cuando nos pasa algo con ellos, a ellos también les está sucediendo algo muy parecido con nosotros.

Los psicólogos, como os decía, hacemos un especial hincapié en la libertad de las personas y en que estas la gestionen de una manera satisfactoria y responsable, en ese sentido uno evita ciertas compañías y rompe definitivamente con otras. Pero yo creo que son estas ocasiones excepcionales, al igual que lo es lograr algún cambio importante de conducta. La mayor parte del tiempo la vida nos reta a que la aceptemos tal cual, todas esas cosas que no deberían haber sucedido y que no deberíamos haber hecho parecen mirarnos a los ojos buscando una solución, sin haberla.


¿Cómo sería el ser humano si no tuviera un corazón siempre puesto a prueba por el dolor? A lo mejor no necesitaríamos amigos, nos bastaría con enamorarnos, que es bastante divertido (o debería serlo) y quedar de vez en cuando con alguien para realizar alguna actividad, pero desde luego no necesitaríamos a nadie. Parece que la solidaridad y el compañerismo, lo más bello del ser humano, hinca sus raíces en la desgracia compartida y en la celebración de una vida y unos tesoros que pueden perderse en cualquier momento.


El ser humano ha desarrollado su sentido moral dentro de este tejido de relaciones necesarias dentro de un entorno que nos somete a la precariedad, nuestra sociedad está basada en el intercambio de bienes y favores, gracias a ello hemos sobrevivido y evolucionado. Las personas podemos ser muy egoístas pero también buscamos que las relaciones sean justas y equitativas, no nos sentimos cómodos con los abusos, el engaño, la gorronería o la explotación. Otra cosa es que tengamos la mala costumbre de mirar a otro lado y que estemos “programados” para que sólo nos importe nuestro entorno más inmediato. ¡Pero por algo se empieza!, si no dejamos de cultivar este enorme potencial para ser fieles y equitativos, y no nos dejamos deprimir por los cuatro psicópatas que copan los telediarios, podemos lograr muchas cosas.

Pienso en los amigos que no están, los que nunca veo pero con los que a veces sueño, los que ya no viven pero que me parece seguir viendo. Quererles me trae recuerdos dolorosos pero también divertidos, yo no sería yo de no haber formado parte de mi vida. Mi madre me enseñó a no arrepentirme de nada porque de todo se aprende (hasta de la mala suerte), siempre he pensado que no hay que quejarse demasiado, y que es necesario agradecer y celebrar lo que la vida da: comemos, brindamos, bailamos, cantamos…, y lo hacemos juntos. Para mí la mayor alegría es la que me da la pertenencia, identificarme con mi mundo, mi especie, mi territorio, mi sociedad, mis orígenes, mis colegas, mi familia y mis amigos es mi mayor antídoto contra la soledad. Nunca basta con lo que uno tiene, por eso es tan importante que a uno también “lo tengan”.

Ángeles y demonios





“Los que conciben al diablo como partidario del mal y al ángel como combatiente del bien aceptan la demagogia de los ángeles. La cuestión es evidentemente más compleja. Los ángeles no son partidarios del bien, sino de la creación divina. El diablo es, por el contrario, aquel que le niega al mundo toda significación racional. La dominación del mundo, como se sabe, es compartida por ángeles y diablos. Sin embargo, el bien del mundo no requiere que los ángeles lleven ventaja sobre los diablos (como creía yo de niño), sino que los poderes de ambos estén más o menos equilibrados. Si hay en el mundo demasiado sentido indiscutible (el gobierno de los ángeles), el hombre sucumbe bajo su peso. Si el mundo pierde completamente su sentido (el gobierno de los diablos), tampoco se puede vivir en él.”(Milán Kundera. El Libro de la risa y el olvido. 1978)










La ambivalencia es humana por excelencia, pocas veces estamos seguros de nada, y así debe ser, pues los que presumen de poseer las soluciones perfectas y la razón indiscutible resultan finalmente ser unos farsantes, unos ingenuos o por lo menos demasiado pretenciosos. Sin embargo no podemos evitar desear sentirnos más seguros de nosotros mismos de lo que nos sentimos, gustarnos más de lo que nos gustamos, y completar incansablemente una vida a la que siempre parece faltarle algo. Somos seres “en falta”, pero no por “pecadores” como me enseñaron de niña, sino por nuestra a veces insoportable necesidad de desear.

En este mundo de luces y sombras también nos interrogamos sobre nuestra propia bondad, luchamos por definir de una vez por todas la dimensión exacta de nuestras responsabilidades, sin querer perder de vista nuestros intereses, o amando, a veces demasiado. Los límites nunca están claros, no se puede estar seguro de haber hecho lo mejor, de haber hecho suficiente, a veces ni siquiera sabemos si en nosotros actúo “el ángel” o “el diablo”. Somos ante todo esa voluntad que se observa a sí misma, a menudo perpleja, y que no puede determinar el devenir de los acontecimientos. Tampoco sería bueno que lo supiéramos y lo controláramos todo, en un universo en el que no caben las dudas tampoco caben las sorpresas, ni la libertad. Dejaríamos de sentirnos retados, nuestras experiencias se volverían predecibles y los juicios siempre estarían claros. Sin debate no hay humanidad, lo mismo que no hay familia sin conflictos o amor si vértigo. Porque tememos perdernos y dañarnos solemos ir de la mano, con esa preocupación constante por el otro, que es a la vez por uno mismo y su propio corazón.

“El hombre es un lobo para el hombre”, pero a la vez sólo otro ser humano te puede salvar la vida, “ángeles” o “demonios” solo contamos con nosotros mismos. De nuestra herencia van a depender muchas cosas, por eso cuando construimos algo hermoso sabemos que no lo hacemos sólo para nosotros. Hemos heredado, un nombre, un territorio, una educación y hasta los sueños. En el día a día gestionamos ese patrimonio, lo cultivamos o renegamos de él, lo transformamos o lo conservamos. Constantemente nos estamos posicionando a favor o en contra de lo que nos han transmitido o de lo que esperan de nosotros, no cabe la indiferencia, cualquier acto lo es de obediencia o rebeldía. Como dice Joan-Carles Mélich: “Un sujeto instalado del todo en su ser, en su presente, en su tradición, un sujeto fiel a su gramática, a su mundo simbólico, a sus marcos normativos, un sujeto que no sea desertor o nómada, un sujeto coherente y sin fisuras, es un fanático”. La ética, que es la respuesta al dolor y la necesidad del otro, se da en ese espacio confuso en el que nos encontramos y definimos. 

Beatriz Martin Vidal
Ser éticos es procurar un consuelo, generar un cobijo en el que poder sentirse a salvo o al menos acompañado. Cuántas cosas no podemos solucionar, no podemos entender, o no podemos evitar…, la impotencia que esto nos genera a veces nos hace perder de vista que nuestra mera presencia, al igual que un silencio compasivo, puede ser más poderosa que cualquier palabra. Para Mélich no hay ética porque sepamos qué es el bien sino porque hemos vivido y hemos sido testigos de la experiencia del mal (entendido como dolor). No hay ética porque uno cumpla con su deber sino porque nuestra respuesta ha sido adecuada, aunque nunca pueda ser suficientemente adecuada. No hay ética porque seamos dignos sino porque somos sensibles a lo indigno, a los excluidos, y así nos dice: “Yo no creo en el bien, creo en la bondad”, y “El yo no se constituye éticamente en relación al bien sino en respuesta al sufrimiento del otro”. Para él ser ético es no sentirse nunca lo suficientemente bueno. 

Cuando nos compadecemos nos hacemos humanos, porque aceptamos nuestra condición vulnerable y la dependencia que conlleva. Porque no podemos controlar absolutamente nuestras vidas, porque las situaciones límite nos atraviesan a todos, porque no vamos a vivir para siempre, porque no hemos elegido tantas cosas… Cuando respondemos a nuestra fragilidad no con vergüenza o culpa sino con cariño, se abre un espacio de oportunidades en el que nos podemos cuidar y perdonar tanto a nosotros mismos como a los demás. Pero nunca venceremos “los demonios”, el caos, la enfermedad, la muerte, el mal, el daño…, seguirán ahí, haciéndonos humanos. Vivimos en una eterna pregunta, en una frase inacabada, nunca nos conocemos del todo, el mundo siempre tiene algo de extraño y la existencia es un misterio que nadie sabe cómo empezó. La precariedad de nuestras intenciones, la voluntad que se tambalea, el mundo que tiembla, justifica la pasión con la que vivimos las cosas que nos son preciosas.

Dentro de nosotros arde, las más de las veces, un impulso irrefrenable por vivir y disfrutar la vida. Compadecernos de nuestra naturaleza sufriente y celebrar nuestra vitalidad, nos une a los otros seres vivos e incluso a las cosas. La materia parece estar empujada por un impulso ciego y poderoso que la lleva a crecer y transformarse. Nadie sabe por qué, pero somos parte de ello y no dejamos de hacerlo: vivimos. Vivimos con la esperanza de que todo mejore, de que nuestros hijos sean más sabios, de que un sentido nos ampare o de perdurar en algo bello.